viernes, 4 de noviembre de 2011

Atardecer

Con pantalones cortos, incluso en invierno, vestía Pedrito. Le obligaban a llevar el pelo cortado. Sus orejas entonces cobraban un protagonismo simétrico e indeseable. Pero la expresión de su rostro era como el de casi todos los niños: Inocente. Y además su timidez, que le nacía desde el interior más profundo, era compañera inseparable de su vida cotidiana.
Un día, Pedrito, paseaba sin rumbo conocido, como casi siempre. Le encantaba pasear y hablar sin palabras para sí mismo todas las cosas que silenciaba. En ese paseo vio por la misma acera que el transitaba a una niña que salía de una cremería con un helado. Aún no lo había probado. Pedrito, que comía una naranja partida por la mitad( aunque en su casa no estuviese bien visto que comiera por la calle) se quedo mirándola casi extasiado. Ella llevaba coletas. Trigueña y con ojos de almendra. Pedrito no reparó en el helado. La niña que no era tan tímida como el le brindó: ¿quieres que lo compartamos?. De pronto Pedrito comenzó a sentir como el color rojo invadía su cara. La niña sonrío con tanta dulzura diciendo con ternura celestial: !que cómico y guapo eres! Pedrito no hizo ni dijo nada, solo la observaba como quien observa una obra de arte. Estaba, a pesar de todo, muy tranquilo y sentía una paz nunca antes conocida. La niña tenía un acento distinto al hablar, muy distinto al suyo. A Pedrito le gustaba. Se le podía haber ocurrido preguntarle como se llamaba, de donde era, decirle que era muy linda, muy hermosa que le gustaba mucho. No lo hizo (no porque no fuera hermosa  ni linda, ni le gustase), solo atinó a cogerla de la mano y seguir caminado. No supo ni entonces ni nunca como se atrevió a tanto, no supo de donde le surgió cogerle de la mano. Eso le hizo sentir más seguro y más en paz todavía. La niña no dijo nada, le miraba de reojo encontrando la misma mirada en Pedrito. Ella sonreía con la boca y con los ojos, Pedrito solo con los ojos. Estaba atardeciendo, el día se iba apagando, las nubes eran claras pero iban apropiándose de colores dorados, anaranjados y rojizos a medida que el sol caminaba a su destierro. Pedrito la llevaba a un lugar mágico para él. El Malecón, donde el lenguaje de los atardeceres tan solo lo entendían los enamorados. Y aunque ellos comenzaban a vivir estaban enamorados. Aunque no se conocieran ni supieran sus nombres. Se estaban hablando con las manos y con las miradas. Se sentían hermosos en el amor, protagonistas de una historia tan llena de vida, tan intensa y real.
Cuando llegaron al Malecón el horizonte les habló con colores hermosos jamás antes vistos. Era un espectáculo donde la palabra no tenía cabida. Pedrito, lentamente acercó su rostro al de la niña y la besó dulcemente y con entrega en la mejilla. Como si quisiese demostrarle con ese beso todo. Todo

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